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BORONDO cultural
Publicado el 20 de Noviembre del 2015​

La Matraca, rincón del tango

 

Foto tomada del Facebook oficial de La Matraca 

 

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Esquinita de colores vivos: verde, azul, rojo, amarillo, imitando el estilo del callejón argentino “El Caminito”. Farolitos que con luz tenue, alumbran en el techo. 208 cuadros que decoran las paredes con los retratos de los grandes artistas que bailaron y cantaron en aquél piso mosaicado y también de los que no les alcanzó la vida para tanguear en “La Matraca”.

Remota esquinita que cada fin de semana, se vuelve protagonista de las calles del barrio popular El Obrero, cuna salsera de Cali, pero que también aloja el último rincón tanguero de la ciudad. 

Es un sábado en la noche. Miradas maliciosas y penetrantes rondan los alrededores. El barrio, es la representación innata de la ciudad; huele a fritanga, ají, cigarrillo y licor.

A lo lejos, Los Lebrón corean “que pena  me da…”. Sin embargo, suena más fuerte un bolero de Alci Acosta que retumba en La Matraca a la espera - con puertas abiertas – a su fiel audiencia.

 

Parece que el amor brota entre la fragua de las paredes del lugar, particulares personajes rodean el salón. Algunas parejas se dedican boleros, tangos y milongas al oído, otras se besan con pasión y otras transmiten su cariño bailando.

Dentro, es como si se retrocediera a los años 60. La generación que en esa época visitaba los 7 días de la semana esa esquina que antes era un granero sin mayor novedad y que cuando Don Climáco Parra, llegó en 1964 con una colección casi infinita de longplays con tangos, se convirtió por casualidad en el único lugar donde se podían olvidar un poco los dolores de la violencia política que azotaba todas las calles colombianas, sigue siendo la misma generación, solo que con los cabellos blancos y la piel arrugada pero con el mismo espíritu, y ahora con la suma de algunos nuevos curiosos que han querido conocer el famosísimo aposento que gracias a Jaime Parra – su actual dueño – se ha convertido en emblema cultural de la sucursal y con orgullo, del barrio Obrero. 

 

“… - ¡Me disculpa, tengo que bailarlo!”

Don Alberto tomó de la mano a su esposa que usaba un vestido negro con corte a la rodilla, decorado con lentejuelas y usaba tacones plateados que le alargaban la figura. Ella le dedicó una sutil sonrisa de medio lado.

Se ubicaron en la pista, sus mejillas se rosaban una con otra permitiendo que se escucharan la respiración. Él la sujetó por la cintura, un poco fuerte como indicando propiedad. Ella entrelazó sus dedos con los de él y como todo un ritual culminado, ya estaban listos para danzar.

Aun así, pasaron unos segundos de melodía mientras que sus oídos encontraban el golpe musical adecuado para que sus pies hicieran lo suyo. La Matraca entera los contemplaba, a ellos y a otras dos parejas que se disponían a bailar.

Sus pies emprendieron una marcha de pasos finos,  pausado y elegantes como si se tratara del caminar de un felino. Sus cuerpos dibujaban el sentimiento bohemio y romántico que Gardel interpretaba en sus versos.

 

Con un mismo compás como si dialogaran en silencio, ambos con los ojos cerrados y sonrisa de satisfacción bailaban por todo el salón tan compenetrados como si no existiera nada ni nadie en ese momento, bailaban como si lo hicieran sobre nubes cargadas de melancólica lluvia.

El público observaba con admiración y ellos enseñaban que el tango no es sólo música. El tango es pasión, sensualidad, es la interpretación de un sentimiento. El tango es un arte en todo el sentido de la palabra.

 

 

 

 

“- Ese es un tango del grande, ese es de Gardel…  ¡me disculpa, tengo que bailarlo!”. Dijo don Alberto con placer y emoción levantando el mentón con los ojos cerrados y el pecho hinchado como si estuviese respirando el olor más puro de un clavel…

 

 

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